lunes, 26 de agosto de 2013

El recuerdo de su sonrisa. Parte II. También sus manos.

El frío lo cambió todo. Abrí la puerta y le hallé. Creo que sólo entonces supe más yo de él que él de mí. Lo que a partir de ese momento descubriría no tenía parangón con lo que me habían dicho, con lo que pensaba que me encontraría. Por primera y única vez, percibí un atisbo de sorpresa en su mirada, tan inusitado que aún hoy cierro los ojos para recordarlo bien. Ese día cambió el curso de la historia para siempre, de mi historia, aunque entonces no fui consciente de ello. De nuestra historia. Sí, nuestra. Vi también un indicio del desastre que más adelante acontecería, una señal que me avisaba del terreno enlodado en el que me estaba adentrando, pero preferí no hacerle caso. Con demasiada frecuencia, le presto a mi intuición menos atención de la que debería. Y, con el tiempo, veo con mucha claridad cosas que, en su momento, tiendo a ignorar. Es curioso cómo algunos nos engañamos con casi manifiesta voluntad.

¿Dónde estábamos? Ah, sí… Volví a ver su sonrisa, ¿qué te voy a decir? Aquel día sí que se quedó congelada para siempre en mi memoria, tan a fuego que borró todo el frío de un soplido o, más bien, de una llamarada. ¡Cómo se marcaban sus pómulos y se le achinaban los ojos cuando sonreía! ¿Nunca te has prendado así de algo o de alguien, o de algo de alguien? Es maravilloso. Bastante incómodo, por otra parte. Me sentía tonta cuando no podía articular palabra porque sólo estaba pendiente de su sonrisa. Claro, luego no me acordaba de lo que me había dicho y tenía que recurrir a mis testigos para que reconstruyeran el encuentro para mí, como si de una obra de teatro se tratase. Ni siquiera la sentía como propia. Era un personaje más de un cuento que alguien había escrito, un cuento que, por aquel entonces, me ayudaba a sentirme viva.

No siempre fue así. Hubo ocasiones en que no tuve testigos y de las que no conservo nada, salvo algún proyecto de recuerdo emborronado por la lluvia. Más adelante, dejé de quedarme sin palabras para empezar a hablar demasiado, como ya habrás podido comprobar. Pero eso es otra historia o, siendo más precisa, otra parte de la misma. Otra vez estoy divagando...

Vuelvo:

¡Qué bonito es que alguien te tome de la mano! Sus manos… ¿No te he hablado de sus manos? Apenas las recuerdo. Pero sí su tacto y cómo nos las apretábamos cuando llegaba la hora de las despedidas, comprobando el frío y el calor. Nunca le dije mi nombre y ya lo sabía todo de mí. Yo, con suerte, alcanzaba a recordar el suyo. Hoy dudo de si alguna vez lo supe.

Aquel día me tendió la mano y estrechó la mía, creando un vínculo de confianza que tardaría tiempo en destruirse, si acaso alguna vez lo hizo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario