domingo, 25 de agosto de 2013

El recuerdo de su sonrisa. Parte I.

Nunca más volveríamos a vernos. O, tal vez, sí. ¿Qué más da? A la vida le es indiferente si nuestros cuerpos vuelven a cruzarse o no, cuando las almas que los habitan jamás volverán a ser las mismas. Nunca más nos reconoceríamos. ¿Mejor así? Es lo mismo. Pero vayamos a lo importante, eso por lo que sí vale la pena ser capaces de recordar:

Puede ser que todo ocurriera en octubre, en Londres o Madrid; o podría haber sido abril, en Buenos Aires o Santiago; quizás lo haya olvidado o, tal vez, no quiera recordarlo. El caso es que era otoño, de eso sí me acuerdo. Como también me acuerdo su sonrisa. ¡Ay! Esa sonrisa… ¿Cómo podría jamás olvidarla? Recuerdo cómo se formaba en su boca, lo tengo grabado en la memoria y mi mente lo reproduce, una y otra vez, como si fuera a cámara lenta, ¡qué tortura! Su sonrisa era la única capaz de desmontarme. Y sus ojos… Su mirada, convengamos. Aún hoy no me explico cómo era capaz de atravesarme, adivinarme y leerme tan dentro. Y si le pillaba distraído y se giraba, me encontraba con sus ojos y su mirada y su boca y su sonrisa… y me dejaba sin palabras. ¿Cómo no me iba a dejar sin palabras, si me dejaba casi sin aliento? Por eso, empecé con las listas, mis “qué decir” particulares. Así, cuando le viera, no tendría que titubear; bastaría con sacar un papel lleno de garabatos, tachones y flechas, buscar la coherencia en él y leer. Habría sido una idea útil si no fuera porque también me olvidaba de que tenía un guion con mi parte del diálogo anotado. Cuando estaba demasiado preocupada por la tala de árboles de la que sólo yo sería responsable, me compraba algo en Carrefour y escribía en el reverso del ticket. Al final me compré una libreta, porque mi bolso se empezó a llenar de hojas dobladas que entraban, pero nunca más volvían a salir.

En el fondo, daba igual que me quedara sin palabras, que no supiera qué decir, que me olvidara de sacar mis caóticas anotaciones… No importaba: él siempre sabía lo que había en mi cabeza, incluso en mi corazón. Y con esa (¡esa!) sonrisa y esa voz tan suave, iba poniendo respuestas a preguntas obviadas, las que nunca había pronunciado, pero que al final acababa por tachar en mis papeles.

Pero aquel día de otoño algo cambió. Algo pasó. Y lo cambió todo.

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