martes, 27 de agosto de 2013

El recuerdo de su sonrisa. Parte III. Lo que no se ve.

Aquel día, el mismo del frío y los ojos y la mirada y la boca y la sonrisa y las manos, me robó un recuerdo, recuerdo que aún me debe. Prometimos volver a vernos y así lo hicimos. Y lo seguimos haciendo. Y entonces fui siempre yo la que le robó los recuerdos. Tantos, que nos cansamos de recordar. 

Ya me había dejado sin palabras. Sin embargo, no fue ésa la razón por la que hoy le recuerdo tanto, al menos no la única ni la primordial. Fue su interés por mí lo que hizo que se detuviese el tiempo y se parase el mundo, como lo hacían siempre que estábamos juntos. Sorprende que una persona te mire directamente a los ojos y lo sepa todo de ti. Pero que pregunte, haciendo explícita esa curiosidad, que quiera saberlo, eso emociona hasta lo más profundo. No sólo estaba dispuesto a escucharme, sino que, además, quería hacerlo. Y preguntaba. Ya no hacían falta papeles ni anotaciones: sólo tenía que responder y, después, escuchar con atención. Al principio me sentía rara, incluso incómoda, pero, poco a poco, fui enganchándome a esa rutina y a él. Me hacía sentir especial. Entonces fue que sucedió, que cambió todo. Y si bien su sonrisa, su mirada y lo demás siguieron persiguiéndome, pasaron a un segundo plano, pues lo que no es tan evidente, pero está detrás de todo aquello, es lo verdaderamente importante. Y así fue, así fue como empezó a convertirse en el centro de mi vida, como un torbellino que todo lo revoluciona. Y a pesar de que llegó en un momento muy oportuno e intentando ordenar el caos que era mi vida, dejó todo patas arriba. 

El problema de dar ayuda sin haberla ofrecido es que, al aceptarla sin decirlo, en ese mismo momento de acuerdos implícitos queda de manifiesto que, realmente, esa ayuda precisa de mucho más esfuerzo, mucho más tiempo y, definitivamente, mucha más energía de lo que parece desde la superficie. Y, muy probablemente, de lo que se está dispuesto a dedicar.

Y llegó el invierno.

lunes, 26 de agosto de 2013

El recuerdo de su sonrisa. Parte II. También sus manos.

El frío lo cambió todo. Abrí la puerta y le hallé. Creo que sólo entonces supe más yo de él que él de mí. Lo que a partir de ese momento descubriría no tenía parangón con lo que me habían dicho, con lo que pensaba que me encontraría. Por primera y única vez, percibí un atisbo de sorpresa en su mirada, tan inusitado que aún hoy cierro los ojos para recordarlo bien. Ese día cambió el curso de la historia para siempre, de mi historia, aunque entonces no fui consciente de ello. De nuestra historia. Sí, nuestra. Vi también un indicio del desastre que más adelante acontecería, una señal que me avisaba del terreno enlodado en el que me estaba adentrando, pero preferí no hacerle caso. Con demasiada frecuencia, le presto a mi intuición menos atención de la que debería. Y, con el tiempo, veo con mucha claridad cosas que, en su momento, tiendo a ignorar. Es curioso cómo algunos nos engañamos con casi manifiesta voluntad.

¿Dónde estábamos? Ah, sí… Volví a ver su sonrisa, ¿qué te voy a decir? Aquel día sí que se quedó congelada para siempre en mi memoria, tan a fuego que borró todo el frío de un soplido o, más bien, de una llamarada. ¡Cómo se marcaban sus pómulos y se le achinaban los ojos cuando sonreía! ¿Nunca te has prendado así de algo o de alguien, o de algo de alguien? Es maravilloso. Bastante incómodo, por otra parte. Me sentía tonta cuando no podía articular palabra porque sólo estaba pendiente de su sonrisa. Claro, luego no me acordaba de lo que me había dicho y tenía que recurrir a mis testigos para que reconstruyeran el encuentro para mí, como si de una obra de teatro se tratase. Ni siquiera la sentía como propia. Era un personaje más de un cuento que alguien había escrito, un cuento que, por aquel entonces, me ayudaba a sentirme viva.

No siempre fue así. Hubo ocasiones en que no tuve testigos y de las que no conservo nada, salvo algún proyecto de recuerdo emborronado por la lluvia. Más adelante, dejé de quedarme sin palabras para empezar a hablar demasiado, como ya habrás podido comprobar. Pero eso es otra historia o, siendo más precisa, otra parte de la misma. Otra vez estoy divagando...

Vuelvo:

¡Qué bonito es que alguien te tome de la mano! Sus manos… ¿No te he hablado de sus manos? Apenas las recuerdo. Pero sí su tacto y cómo nos las apretábamos cuando llegaba la hora de las despedidas, comprobando el frío y el calor. Nunca le dije mi nombre y ya lo sabía todo de mí. Yo, con suerte, alcanzaba a recordar el suyo. Hoy dudo de si alguna vez lo supe.

Aquel día me tendió la mano y estrechó la mía, creando un vínculo de confianza que tardaría tiempo en destruirse, si acaso alguna vez lo hizo.

domingo, 25 de agosto de 2013

El recuerdo de su sonrisa. Parte I.

Nunca más volveríamos a vernos. O, tal vez, sí. ¿Qué más da? A la vida le es indiferente si nuestros cuerpos vuelven a cruzarse o no, cuando las almas que los habitan jamás volverán a ser las mismas. Nunca más nos reconoceríamos. ¿Mejor así? Es lo mismo. Pero vayamos a lo importante, eso por lo que sí vale la pena ser capaces de recordar:

Puede ser que todo ocurriera en octubre, en Londres o Madrid; o podría haber sido abril, en Buenos Aires o Santiago; quizás lo haya olvidado o, tal vez, no quiera recordarlo. El caso es que era otoño, de eso sí me acuerdo. Como también me acuerdo su sonrisa. ¡Ay! Esa sonrisa… ¿Cómo podría jamás olvidarla? Recuerdo cómo se formaba en su boca, lo tengo grabado en la memoria y mi mente lo reproduce, una y otra vez, como si fuera a cámara lenta, ¡qué tortura! Su sonrisa era la única capaz de desmontarme. Y sus ojos… Su mirada, convengamos. Aún hoy no me explico cómo era capaz de atravesarme, adivinarme y leerme tan dentro. Y si le pillaba distraído y se giraba, me encontraba con sus ojos y su mirada y su boca y su sonrisa… y me dejaba sin palabras. ¿Cómo no me iba a dejar sin palabras, si me dejaba casi sin aliento? Por eso, empecé con las listas, mis “qué decir” particulares. Así, cuando le viera, no tendría que titubear; bastaría con sacar un papel lleno de garabatos, tachones y flechas, buscar la coherencia en él y leer. Habría sido una idea útil si no fuera porque también me olvidaba de que tenía un guion con mi parte del diálogo anotado. Cuando estaba demasiado preocupada por la tala de árboles de la que sólo yo sería responsable, me compraba algo en Carrefour y escribía en el reverso del ticket. Al final me compré una libreta, porque mi bolso se empezó a llenar de hojas dobladas que entraban, pero nunca más volvían a salir.

En el fondo, daba igual que me quedara sin palabras, que no supiera qué decir, que me olvidara de sacar mis caóticas anotaciones… No importaba: él siempre sabía lo que había en mi cabeza, incluso en mi corazón. Y con esa (¡esa!) sonrisa y esa voz tan suave, iba poniendo respuestas a preguntas obviadas, las que nunca había pronunciado, pero que al final acababa por tachar en mis papeles.

Pero aquel día de otoño algo cambió. Algo pasó. Y lo cambió todo.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Mejor el miedo

Miedo. Tengo miedo. Jamás me había sentido así. Claro que he tenido miedo antes, pero nunca de esta manera. Tengo muchas cosas que hacer y poco tiempo para hacerlas. Sí, eso también me ha pasado otras veces. No es el agobio y el estrés lo que me produce miedo, pero sí presión, que me genera más miedo. Y éste, a su vez, más presión. Me hallo en una situación inhóspita, me encuentro ante una piscina totalmente nueva para mí. Nunca había estado aquí. No es la piscina lo que me da miedo, ni siquiera saltar y que no haya agua. Nada de eso. Hay agua. Estoy segura. Si por eso fuera, saltaría con los ojos cerrados. Se llama confianza. Hay personas geniales que nos encontramos a lo largo de nuestra vida que nos dicen que debemos saltar, nos cambian la vida. Luego están esas otras personas que, sí, nos dicen que tenemos que saltar, pero también nos cogen de la mano, nos llevan hasta la misma escalera, llenan la piscina para nosotros y nos dicen: «ahora sí, tienes que subir y saltar». También son geniales, también nos cambian la vida y, además, son los que vienen para quedarse. Ojo, hay que prestar mucha atención porque son muy pocos. Muchos menos que 23, pero mucho más que amarillos –‘El Mundo Amarillo’, de Albert Espinosa–.

Yo he encontrado a una de esas personas. Ha llenado una piscina para mí. Me ha acompañado, lo sigue haciendo. Y ahora me pide que salte. Se supone que tendría que ser más fácil en estas condiciones, pero tengo pánico. Me bloqueo. Las piernas no me responden. ¿Por qué tengo miedo, si hasta me ha dibujado el recorrido que debo hacer? Ya lo sé: ¿y si salto mal? ¿Y si ni siquiera llego al trampolín y me quedo a mitad de escalera? No pasaría nada, mi vida seguiría igual… salvo porque estaría fallando a esa persona tan especial, ésa de las que hay tan pocas. Ésa que, obviando aquéllas con las que comparto consanguineidad, es la única que ha apostado de verdad por mí, con todo el sentido de esa expresión. La única que no sólo ha hablado, sino que también ha implementado el gran valor de sus palabras y ha hecho que éste se incremente demostrando aquéllas. Tengo miedo a decepcionar a esa persona que está haciendo algo tan grande por mí… y a mí misma. Tengo mucha suerte porque la vida me haya puesto a alguien así, y de manera tan oportuna, en mi camino. ¿Cómo no me voy a sentir afortunada? Pero ¿cómo no voy a tener miedo?