viernes, 2 de enero de 2015

La carta que jamás escribí o «Lo que te falta es otra cosa, corazón»

Sobre el escritorio, la luz de una vieja lámpara de mesa titila incesante, sumiendo la fría estancia en una tenue oscuridad. Un cigarrillo encendido reposa sobre un cenicero de aluminio y su humo dibuja las figuras más precisas que la imaginación se puede permitir. Afuera está lloviendo y las gotas repiquetean en la ventana, otorgándole a la escena un ritmo acompasado de melancolía. Y en medio de este silencio atronador, tan sólo interrumpido por los ruidos de la soledad, me hallo yo, sentada frente a un papel en blanco, pensando en escribirte otra vez.

En realidad, no soy yo, sino mi cuerpo. Yo, como si no fuera también aquél, me encuentro vagando por otros tiempos, otros lugares que conocí, como la música de una risa o la calidez de una mirada. Y en el preciso momento en que las palabras justas empiezan a brotar, la conciencia de lo que no puede ser sino nostalgia, el silencio y la soledad que reinan en la antesala del olvido amenazan con salírseme por los ojos.

Ahora sí. Ya lo has logrado de nuevo. Tomo en mi mano izquierda un bolígrafo casi gastado y así da comienzo el concierto de recuerdos, tinta, papel y reproches:

Me sorprende, asusta y duele tu frialdad a partes iguales. No sé si estás hablando de ti y de mí, que nunca nosotros, o de los personajes de una historia que te contaron o que, tal vez, leíste en el periódico. Y tus gélidas palabras me invaden todo el cuerpo. Hablas con la lógica aplastante de quien no conoce más que con la cabeza, con la de quien nunca sintió, con la de quien nunca ha querido. Y razón no te falta, es más, te sobra. Lo que te falta es otra cosa. 
Podría decirte que cada uno de tus silencios me dolió hasta lo más profundo, que cualquier respuesta habría sido menos amarga y cruel; que el día en que no nos despedimos se me desangraron las ilusiones y la esperanza se me hizo añicos, me estallaron en los ojos la rabia y la decepción y sólo mi coche sabe lo que lloré aquella tarde. 
Podría decirte que en algún momento de debilidad sí que lo he lamentado, pero que no habría podido hacer otra cosa y no me queda más remedio que negarlo y asumir las consecuencias, pues la alternativa es tan desasosegante como arrepentirme de ser yo. 
Podría decirte que lo siento, porque de verdad lo siento, porque de verdad siento. Y podría decirte que te he querido con cada centímetro de mi cuerpo y cada gramo de mi alma, aunque ya no esté segura de seguir haciéndolo.
Podría decirte todo esto y más, todo ello cierto, pero no lo haré porque no te importa y porque ya mis sentimientos no tienen sentido, ni mis palabras pretensiones. Y como tú aquella fría tarde de diciembre, me despediré sin decir nada. Y habiéndome vaciado de ti, comenzaré un enero distinto, con el desapego de los afectos que nunca lo fueron. 
Sin otro particular, me despido de aquello que nunca fue.

Y los restos de un cigarrillo mal apagado fueron convirtiendo en cenizas cada una de mis palabras de despedida. Y se fueron, con el viento, la lluvia y cada una de mis emociones. Se fueron a donde se van las cosas que pierden todo su sentido, donde termina lo que nunca comenzó, donde reinan la desesperanza y la decepción.

Y yo regresé con mi cuerpo a esta estancia, ahora un poco más cálida, para nunca más volver a vagar por aquel lugar de desilusión.

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